Una colección de malas decisiones se proyectaba en cámara lenta, dentro de mi cabeza, cuando elegí, conciente, por primera vez, y completamente siendo un solo cuerpo con ella, morir sin pensar en mañana, morir creyendo cada patraña, morir hirviente e hiriente por sus uñas que mantenían mi mente en la misma dimensión de dolor que la de ella, sin dejarme escapar corporalmente, pero con mi alma fugitiva buscando como novato el camino a la resurrección directa que, como en todas mis muertes, me seria negado eternamente.
Ahora era mi indice y su anular, jugueteando en cámara lenta, vistos con el filtro bello y mesquino de una bebida etílica, que volvía borrosas las decisiones venideras y esos recuerdos pasados que advertían todas las horas futuras de llanto. Pero aun así, bella y mesquina, durante las horas que nos divertimos retando nuestra presión arterial, con juegos de destreza pélvica y corporal, decidí morir, morir dentro de ella, siempre con la esperanza de revivir un día, saludando con un llanto sin molares. Pero que, como en todas mis muertes, merodeaba futilmente.
Una brisa gentil juguetea en cámara lenta con los rizos de esa melena, llena de arena, que el trópico caribe me prestó para desordenarla por unos meses, y asi, desordenada y hermosa, admirándola desde su nadir, eclipsando el sol que esforzándose calentaba menos que nosotros dos, morí, morí lentamente dentro de ella, con la esperanza de revivir un tiempo después en su vientre. Pero que, como en todas mis muertes, lo esperaba inutilmente.
Un pequeño mapa cruzaba la espalda nacarada con acentuaciones bronceadas en aquella piel que se desmoronaba en cámara lenta en una alfombra de dorada y fina arena, que entre ella y yo, se colaba y colocaba como agente de fricción que ya nos sobraban en la relación, y así, con arena y nácar, morí, y morí mil veces más de las que quisiera recordar, trágica, rápida y hasta abruptamente, pero nunca con dolor, más que el de la esperanza cruel que, como en todas mis muertes, me mentía descaradamente.
Otro día trate, con mi pulgar, de leer el código morse que formaban todos los lunares que inundaban su rostro, mientras pensaba y pasaba una y otra vez la misma experiencia sonora que transmitía aún más placer que el mismo que lo causaba. Y tanto en morse, como sónoro, el ritmo de mi latir anunciaba la separación de mi espíritu al cuerpo, y otra vez más, moría, pero más conciente esta vez, que jamás reviviría, porque como en todas mis muertes, moría dulcemente.
Fue entoces, al saborear la sangre, que escapaba de sus labios, mientras besaba los míos, que por fin entendí, después de desear tanto revivir en ella, que lo realmente anhelado, lo verdaderamente buscado, lo que tanto se me había otorgado y no habia entendido, era la fortuna, la suerte, la dicha, que como en todas mis muertes, de morir a su lado.